domingo, 28 de julio de 2013

Tijuana subterránea

* Los “ñongos” son túneles cavados a lo largo del canal de concreto que atraviesa esta ciudad fronteriza; ahí habitan migrantes e indigentes, unos en espera de cruzar la frontera, otros para protegerse de la policía y los desalojos; de ahí emerge el extraño relato de esta mujer.
Por Guadalupe Rivemar (Milenio)

Ángela se frota con insistencia las manos. Las tiene llenas de espuma. Desde que empezamos a conversar, no deja de tallarse. El jabón está envuelto en una toallita de colores. Me sonrió, me saludó con amabilidad y entonces nos acercamos el documentalista Alejandro Montalvo y yo. Se lavaba los brazos con las aguas hediondas y verdosas que corren por el centro del canal del Río Tijuana. Esta sólida construcción, una especie de arteria que atraviesa de lado a lado la ciudad, en la década de los setenta fue un detonador del despegue y la modernización urbana. Los escurrimientos de aguas negras y residuos industriales que por ella corren, caen por una inmensa coladera y llegan hasta los tanques de la planta de tratamiento ubicada en Punta Bandera. De esta forma se evita que la suciedad desemboque, del lado gringo, en el Océano Pacifico.

Pero lo que fuera detonante para la nueva Tijuana, hoy se ha convertido en una afrenta, ya que esconde en su interior vecindades de “ñongos”, donde cientos —o quizá miles— de personas sobreviven al margen del progreso y los avances del paraíso industrial que hacen de ésta la frontera económica más activa del mundo. Los “ñongos” son excavaciones realizadas en cúmulos de tierra, son cuevas, túneles forrados con materiales de desecho, donde hombres y mujeres viven literalmente como topos, con las entradas camufladas entre ramas y basura para evitar ser desalojados por la policía municipal. Estas viviendas subterráneas han sido también la solución ante la amenaza de que las casuchas improvisadas sean quemadas por las autoridades, como ha sucedido antes. La mayoría de los que se instalan en los “ñongos” son migrantes deportados, varados, en espera de cruzar al otro lado. Pero el caso de Ángela es distinto. Ella dice que es de Nueva York, que es artista y que de joven tuvo mucho dinero.

Habla en inglés, aunque su conversación está salpicada de palabras en español porque se casó con un mexicano, era policía: “He was a kidnaper, a bad person and he got killed”, dice Ángela. Antes de morir, nos repite una y otra vez, le encargó que buscara a sus hijos para que la familia estuviera unida. “Busco a mis hijos, tuve nueve pero solo me quedan cuatro, unos están en Jalisco y otros en California”, agrega. Mientras conversamos se acerca un perro negro a saciar su sed en las aguas contaminadas. Ángela sigue tallando sus manos, se concentra en las uñas, se queja de que el agua está sucia pero dice que es peor no lavarse y a ella le gusta estar limpia. De repente se lleva las manos a la nariz y nos pregunta preocupada: “¿Am I bleeding? A veces me sangra la nariz”. Cuenta que tiene otros parientes en Tijuana, por el rumbo de Playas, pero no le gusta molestarlos mientras no sienta que se está muriendo de hambre.

Antes de encontrarnos con Ángela, hicimos un recorrido por el mismo canal que hace unos ocho años se convirtió en la galería de arte urbano más llamativa del país. La prensa nacional y extranjera bajó hasta aquí con el buen pretexto del arte: se escribió mucho y muy bien de esa Tijuana creativa. Varios kilómetros con reproducciones monumentales de obras realizadas por tijuanenses se colocaron aquí como parte de un polémico evento de gran alcance mediático: “Tijuana, la tercera nación”. Alrededor de 15 mil escolares caminaron por aquí, admirando la exposición. Pero los tiempos han cambiado aquel escenario ideal por otro muy distinto que hoy en día nos indigna, nos lastima.

Los visitantes ahora son miembros de diversas organizaciones ciudadanas que tratan de ayudar a estas personas, reparten también jeringas y condones para evitar la propagación letal de enfermedades; y hacia el norte, la fotógrafa Ana Andrade improvisó una “galería” de dos por dos metros, también con material de desecho, donde colocó algunas fotografías que registran la vida en estas vecindades.

“Ángela, ¿podemos tomarte fotos?”, pregunta Alejandro. Ella asiente, sonríe, levanta el rostro. Tiene ojos azules. Nos muestra las manos y sigue hablando, dice que son manos grandes, como de hombre. “Ángela, ¿do you feel like an angel sometimes?”, le pregunto. “Yes, and I feel blessed. Mi verdadero nombre es Ángel porque mi mamá quería que yo fuera hombre, como el resto de mis 11 hermanos. Pero me siento bendecida porque he aprendido a no ser tan ingenua, antes me importaba solamente tener dinero, mucho dinero, era joven y naíf, pero ahora no me importa el dinero para nada y me siento bendecida, lo único que quiero es ver a mi familia, eso es lo que busco”. Le dimos las gracias por conversar con nosotros y ahí la dejamos, sonriente, frotándose las manos, con su toallita de colores.


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