jueves, 30 de noviembre de 2017

El Chale

Por Teresa Gurza.
Acabo de terminar de leer un bien escrito y entretenido libro, que cuenta “el largo y tesonero camino hacía la prosperidad” de Kaichi Abe Matsumara desde su natal Gifu, cerca del puerto japonés de Nagoya, hasta Cuernavaca.


Su autor es Roberto Abe Camil, bisnieto de este samurái “de hondos principios, sentido del honor y muy antiguo linaje”; que en 1906 fue encomendado a las milenarias deidades del santuario Inaba Jinja por sus padres Gio y Chociro, desolados por la partida a México del hijo adolescente al que no volverían a ver; y a quien explicaron, que la precaria situación familiar hacía indispensable su sacrificio y le pidieron, nunca olvidar a sus antepasados.

Y Kaichi cumplió, porque se hizo un hombre cabal y siempre les mandó dinero.

Los primeros colonos japoneses llegaron a Chiapas en 1897 para cultivar café, pero el clima y las condiciones los diezmaron; poco después, por un tratado de amistad entre el gobierno imperial y el de Porfirio Díaz, arribaron a México 99 mil japoneses.

Kaichi fue contratado por la Tairiku Shokumin Kaisha, para trabajar en el tendido de rieles del ramal Manzanillo-Guadalajara; y su primera impresión en la terminal portuaria de Manzanillo, fue de asco por las nubes de moscas volando sobre los “antojitos”, que ahí vendían.

Lo decepcionaron también, las condiciones laborales; causa de que muchos de sus compañeros desertaran y otros murieran; pero él siguió, hasta la inauguración en 1908.

Y en Guadalajara quedó tan fascinado con el mercado, que decidió hacerse comerciante.

Saboreando la idea, entró a una cantina a tomarse una cerveza; y conoció a Cruz, un solidario maquinista que lo apodó El Chale, y le ofreció trasladarlo gratis a la Ciudad de México y ayudarlo a establecerse; y ahí, lo subió al tranvía de mulitas que los llevó a la vecindad de Tacubaya, donde vivía.

Le maravillaron los paisajes, las sonrientes y morenas muchachas y la amabilidad de la dueña de la vecindad Doña Conchita, que se santiguaba cada vez que oía su nombre “porque no es cristiano”; y que a cambio de ayuda en su almacén-cantina, le rentó un cuartucho.

Convencida del valor moral del muchacho, doña Conchita lo persuadió a ir a la Iglesia de la Candelaria, estudiar catecismo, bautizarse como Manuel y hacer la primera comunión; y le vendió su tienda.

Al tiempo que va relatando la travesía del bisabuelo, Abe Camil recorre la historia de México y el mundo; la sublevación popular contra Díaz, la Decena Trágica, y el refugio ofrecido a la familia Madero por el embajador de Japón, Kinta Arai, tras inútiles esfuerzos para salvar las vidas de Madero y Pino Suárez.

Mientras tanto, y gracias a su fama de dar “kilos de a kilo” y a que nunca aceptó comerciar con bilimbiques, el patrimonio de Kaichi-Manuel crecía.

Instaló una tienda de semillas y se casó con su novia michoacana, María Domínguez; a la que conoció un domingo en el Zócalo, mientras veían canaritos sacando papelitos de la suerte.

Le gustó por atrevida y bravía, carácter inusual en las japonesas y que fue motivo del final de su matrimonio, muchas décadas después.

A poco de nacer su primer hijo, Roberto Abe Domínguez, Manuel se enteró por la prensa de la existencia del estado de Morelos y los zapatistas; y buscando nuevos horizontes, vendió su tienda y se fue con esposa, hijo, dinero, delantal de cuero y balanza exacta, a Cuernavaca.

Compró una casa de adobe cerca del mercado y unas vacas, y puso una bodega para vender leche, semillas y conservas; y muy pronto corrió la voz, de que el japonés era “hombre de ley”.

Conoció a Zapata y se hizo proveedor del ejército zapatista, que escondía armas y municiones en los costales de semillas.

Décadas de trabajo y vida austera, lo convirtieron en uno de los empresarios más ricos y respetados de Morelos; y a bodegas y comercios, añadió los edificios que construía María, y la Hacienda de San Ignacio Actopan; donde sembró arroz e instaló un ingenio azucarero y una fábrica de alcohol.

En 1933 se naturalizó mexicano y en 1935, inauguró su enorme tienda-cantina, La Vencedora.

El relato desmenuza la transformación de Cuernavaca en lugar de moda e importancia política, social y económica, a la par que el trabajo, alegrías y problemas de Manuel; quien ya con la ayuda de su hijo Roberto, sobrellevó fluctuaciones en los precios del azúcar, sembró flores, abrió nuevos comercios y compró más edificios.

Su prosperidad provocó intrigas y la envidia del gobernador Jesús Castillo López; quien  aprovechando el sentimiento antijaponés causado por la guerra, lo acusó de espía; logrando recluirlo algunos días, en el campo de concentración para japoneses de Temixco.

Pero el estoicismo de Manuel, y su lema No mirar hacia atrás, que da título al libro que el bisnieto dedica a su propio padre Roberto Abe Almada “un Samurái del siglo XXI”, le permitieron superar injusticias y penurias y levantarse de nuevo.

Y en 1975, cumplió su sueño de regresar a Japón a ver a sus hermanos y fue recibido como héroe, permaneciendo allá 12 años; se enamoró de Asac, la joven hija de un monje zen y se la llevó a Cuernavaca, siendo muy feliz el resto de su vida; que terminó en 1978, a los 89 años, por complicaciones de una caída.

Entre las fotografías del libro, destaca la de Aba Almada y su esposa Cecile Camil, cuando para conmemorar en 1997 los 100 años de la emigración japonesa a México, recibieron en Cuernavaca a los príncipes Akishino.

La amplia investigación, las anécdotas y la ternura ante el esfuerzo y el triunfo de ese bisabuelo llegado desde tan lejos, hacen de éste un libro excelente; que muestra la importancia de escribir sobre la familia, cuando se es descendiente de extranjeros.

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